En Tokio, los denominados konbini (derivativo del inglés “convenience store”) son el aliado principal del turista que quiere un bocado de paso. En estos minimercados, los onigiri (triángulos de arroz con diversos rellenos) fungen como equivalente de las empanadas, mientras las bebidas se multiplican (desde gaseosas y té verde helado hasta sake y café en lata) y las “cositas” dulces (materia difícil para los japoneses) están sobre todo representadas por pastelería rellena con crema o anko, el famoso dulce de poroto.
A partir de las 17.30 o 18 (un horario insospechado para la cena en nuestras latitudes), los locales de comidas encienden sus linternas de papel y despliegan sus menúes en las pizarras a la calle.
Hay restaurantes adaptados al uso occidental, como los de shabu-shabu, donde los comensales en el mismísimo acto hierven verduras y lonjas de cerdo y carne de res en caldo. Pero más vale dejarse atraer por los más tradicionales, esos abiertos a la calle, de aroma convocante, cuyas barras de madera en “U” encierran a los cocineros con sus planchas y cacerolas, listos para servir sus delicias.
Las casas de comida suelen anunciar cuando disponen de versiones en inglés del menú y, por otro lado, algunos sitios cuentan con máquinas donde se puede elegir la comida en base a fotos. Si uno está abierto a la experiencia gastronómica, no suele haber mayor riesgo: los platos son siempre sabrosos, en base a ingredientes nobles –carnes, verduras y legumbres– que, combinados con sapiencia, no fallan en complacer los paladares.
Al contrario de lo que cabría esperar, el sushi no es una comida tan popular: para probarlo hay que visitar restaurantes especializados u, opción más asequible, comprarlo en el supermercado, donde las bandejas son abundantes e incluso gozan de descuentos antes del horario de cierre.
Si uno busca retrotraerse unas cuantas décadas, el sitio ideal es el pasaje Omoide Yokocho, en pleno ajetreo de Shinjuku. Los pequeños locales incrustados a los lados de este pasillo, cada uno con su barra e hilera de asientos, conforman un escenario tan fotogénico que será uno de los pocos sitios donde veremos carteles de “prohibido tomar fotos”.
Y si uno busca la tendencia joven, hay que sumarse a las filas de adolescentes recién salidos del colegio, esperando por sus frappés, boba teas (tés helados con bolitas de tapioca en el fondo), emparedados de langostino o, en la zona de Harajuku, sus algodones de azúcar de color arcoíris.
Un párrafo aparte merecen los cafés diseñados para acariciar animales. Por una tarifa fija, los interesados pueden acceder a estos salones, tomar una bebida y de paso jugar con lindísimos gatitos o conejitos. Un plan bastante conservador si tenemos en cuenta que la última moda es disfrutar del café junto a búhos y erizos.
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